Con la promulgación de las leyes reglamentarias de la reforma energética, el lunes pasado, el Presidente Enrique Peña Nieto, culminó la etapa más difícil, compleja, controvertida y comprometida de lo que va de su gobierno. El tema de las reformas estructurales constituyó la apuesta más importante de su administración y, para alcanzar ese objetivo, prácticamente invirtió todo su capital político, con los riesgos que esto implicaba.
Estas reformas constitucionales que, durante décadas, se plantearon como necesarias para detonar el crecimiento económico del país, se fueron difiriendo porque, se decía, había que esperar el momento oportuno para llevarlas a cabo. Pero sucedió que éste nunca llegó, y el tiempo pasó. La realidad era que esas reformas, representaban un muy alto costo político para cualquier gobierno, que no estaban dispuestos a asumir.
Y es que, los cambios de nuestra maduración democrática que modificaron el balance de las fuerzas políticas del país, no facilitaron las condiciones para el procesamiento de reformas legislativas. Por el contrario, y a diferencia de los tiempos de las mayorías absolutas priistas, en los que las iniciativas presidenciales de ley se aprobaban en fast track, hoy en día, con congresos conformados por partidos que no gozan de preferencias mayoritarias, la tarea legislativa se ha complicado. Ahora resulta indispensable un trabajo político intenso, fino y conciliador, para concertar acuerdos entre las diferentes fuerzas políticas y alcanzar las mayorías necesarias para las reformas legislativas.
La experiencia histórica mostraba resultados negativos. Intentos fallidos, cuando en algún momento se animaron a proponer modificaciones a estas leyes. Ni al principio de la administración ni en la segunda mitad del sexenio, parecían momentos propicios para impulsar cambios de envergadura. En el inicio no, porque los arranques de los gobiernos, desde hace varios lustros, fueron un tanto accidentados. Ya sea por causas económicas, financieras o políticas, devaluaciones, baches económicos o alegatos de fraude electoral, el caso es que los nuevos gobiernos no iniciaron con plenitud de poder para enrolarse en cambios radicales, o al menos, esa fue la percepción.
Y tampoco en la segunda mitad del sexenio, porque los tiempos no daban para proponer reformas, analizarlas, debatirlas, negociarlas, aprobarlas y, todavía, pretender testimoniar sus resultados. Demasiado desgaste político con un alto costo en la popularidad y sin ninguna garantía de un final feliz, además de que pondrían en riesgo los planes del mandatario en turno, para la sucesión presidencial y, por supuesto, su aspiración para pasar a la historia.
El Presidente Peña Nieto se tiró a fondo con las reformas. No una ni las menos delicadas, sino todas, las que consideraba necesarias, en paquete y a partir de la toma de posesión. Una estrategia que para algunos, resultaba demasiado ambiciosa, arriesgada y de final incierto, dado el entorno poco favorecedor para la concertación y los acuerdos con las principales fuerzas de oposición. Por los resultados, está visto que el riesgo estaba bien calculado.
El trabajo fue intenso, arduo y complejo, y el equipo del primer mandatario mostró sensibilidad, habilidad política y eficacia. Más aún, cuando no todos los actores coincidían en los propósitos y menos en los medios, aunque, eso sí, todos alegaban por lo que mejor convenía al país para lograr el bienestar de los mexicanos, pero con diferente óptica. Por lo mismo, resultaban muchos y muy distintos los caminos a Roma.
Ahora, ya concluido el ciclo reformador, toca al gobierno la no fácil tarea de ponerlas en práctica para demostrar su efectividad y, así dar paso a un nuevo capítulo de la historia del país. El contexto no se avizora amigable, porque los acuerdos, entendimientos y negociaciones entre las distintas fuerzas políticas quedaron atrás, como atrás quedó el Pacto por México. Y es que lo que sigue, es la lucha por el poder en la que no hay cortesías, concesiones ni tratos deferentes, y en la que muchos buscarán poner en evidencia las reformas en una apuesta a su fracaso, porque en éste estarán basando su futuro político y sus posibilidades de alcanzar el poder.
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