Con motivo del inicio de las campañas políticas para ocupar uno de los 1,365 cargos de representación popular en disputa (12 gubernaturas, 239 diputaciones de mayoría, 149 diputaciones de representación proporcional y 965 ayuntamientos) en la jornada electoral del próximo 5 de junio, varios candidatos han diseñado una estrategia basada en descalificativos, denuncias y amenazas en contra de sus contrincantes o de quienes actualmente ocupan los puestos a los que aspiran.
Ya nos resulta de lo más normal, el que un aspirante a una gubernatura o a una alcaldía, denuncie malos manejos, excesos y cualquier clase de tropelías que, según su dicho, ha cometido el funcionario a quien pretende sustituir, ofreciendo, como promesa de campaña, aplicarle todo el rigor de las leyes de responsabilidades y penales, si es el caso, cuando el voto lo favorezca con el triunfo electoral y asuma el cargo correspondiente.
Pero sucede que todas esas denuncias que, en muchos casos, tienen fundamento y que ameritarían una sanción ejemplar en contra de los violadores de la ley, son sólo parte de una estrategia de campaña sin mayor intención ni consecuencia. Palabrería que se lleva el viento, porque a la hora de ocupar el despacho público pretendido, el mal desempeño del antecesor y todas sus irregularidades ya no resultan temas tan prioritarios, pasando a un segundo plano, en una apuesta, al menos así pareciera, a que con el tiempo los electores se olviden de las denuncias y de las promesas de campaña.
Y esto es algo difícil de entender. Está más que comprobado que uno de los puntos más vulnerables de la administración pública en nuestro país es la corrupción, los daños patrimoniales al erario público, los excesos de los gobernantes, los sobregiros.
Ocupamos el poco honroso lugar 95 entre 168 países del índice de precepción de corrupción a nivel mundial y el 11 entre los 22 países de América Latina. Estamos debajo de Uruguay, Chile, Costa Rica, Cuba, El Salvador, Panamá, Brasil, Colombia, Perú y Suriname; además, estamos ubicados en el último lugar entre las naciones que conforman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), según un estudio publicado por Transparencia Internacional.
En este escenario, supondríamos que manejar información sobre corruptelas y formular denuncias, necesariamente deberían tener una consecuencia, en particular, si los señalamientos tienen fundamento y existe verdaderamente voluntad de acabar con la impunidad y aplicar las sanciones a quienes han incurrido en infracciones a la ley. Porque resulta una enorme decepción, con visos de responsabilidad, el que quién afirmó tener conocimiento de conductas, presuntamente delictivas, no actúe en consecuencia, pues da lugar a suponer componendas o acuerdos en lo oscurito y refuerza la mala percepción que se tiene dentro y fuera de nuestro país, en el tema de la corrupción.
Ahí están varios ejemplos que nos dejó la elección del año pasado. Quienes contendieron por las gubernaturas de Nuevo León, Sonora, Michoacán, Guerrero y Baja California Sur, se cansaron de hacer denuncias espectaculares sobre el mal comportamiento de los gobernadores a quienes irían a sustituir con la promesa de fincarles responsabilidades. A fin de cuentas, no pasó nada, al menos hasta el momento, aunque ya han transcurrido varios meses de que los nuevos gobernantes rindieron protesta de sus cargos, y poco se ha dicho sobre las investigaciones que se ofrecieron llevar a cabo.
Ahora, se repite el fenómeno. Al menos en los casos de las campañas para las gubernaturas de Veracruz y Chihuahua, se han formulado graves acusaciones por parte de los candidatos de la oposición y algo flota en el ambiente de esas entidades que hace pensar que estos gobernantes no tuvieron un desempeño muy pulcro. Habrá que ver qué sucede con estas guerras de lodo que han resultado ser, como dice el refrán, de mucho ruido y pocas nueces, para desgracia del combate a la impunidad.
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