Por Miguel Tirado Raso
El Rusiagate sigue cobrando víctimas en el equipo de trabajo del Presidente Donald Trump. El escándalo por los hackeos rusos a cuentas del Partido Demócrata que permitieron la difusión de correos electrónicos comprometedores y documentos internos que revelaban trabajos del Comité Nacional Demócrata, durante el proceso electoral para la presidencia de los EUA, continúa escalando.
En su momento, como resultado de investigaciones sobre estos ciberataques, que, inclusive, llevaron a la presidenta del Comité Demócrata, Debbie Wassermann, a renunciar, el Departamento de Seguridad Interior y la Oficina del Director Nacional de Inteligencia norteamericanas, señalarían, en una declaración conjunta, al gobierno ruso de estar detrás de esas actividades, con el objetivo de intervenir en el proceso electoral estadounidense. El hackeo reciente de correos electrónicos “es consistente con métodos y motivaciones de los esfuerzos dirigidos desde Rusia”, acusarían.
Muy a su impertinente estilo, el entonces candidato Donald Trump se metería en el tema para decir que los hackers rusos deberían intervenir las cuentas de Hillary Clinton y divulgar los correos que ella almacenó en un servidor privado, cuando era secretaria de Estado, lo que le mereció fuertes críticas. Las autoridades rusas, por su parte, y como era de esperar, habrían negado cualquier participación de su gobierno en este tema, acusando a Washington de llevar una retórica venenosa contra Rusia.
Lo delicado del tema en momentos políticos tan sensibles, habría llevado al entonces Presidente Barack Obama a actuar con cautela, y no tomar ninguna acción de represalia en contra de Rusia, antes de las elecciones, pese a la información sobre su intromisión en el proceso electoral. Se trataba de evitar un conflicto diplomático con la segunda potencia mundial en el momento menos indicado, que muy poco habría abonado a la causa demócrata y, en cambio, con un alto riesgo de interpretarse como intentos de manipulación de las elecciones.
Pero si bien, el tema de los ciberataques pasó su momento, dio pauta para otra investigación también relacionada con el Kremlin y su activismo durante aquella campaña presidencial. Éste más directo a través de encuentros entre personajes del equipo de campaña del candidato republicano y funcionarios o representantes del gobierno de Moscú.
El tema de los contactos entre personajes de ambas naciones aparece como una bola de nieve que no se detiene. A la fecha ya ha causado algunas bajas en el gobierno. La primera, el asesor de seguridad nacional, Michael Flynn, quien tuvo que renunciar por no haber declarado sobre sus conversaciones con el embajador ruso en relación a las sanciones que el presidente Obama había considerado aplicar a Rusia.
La destitución del director de la FBI, James Comey, ocurrió a los pocos días de que este funcionario declarara sobre la investigación que llevaba a cabo la agencia en relación a la intromisión de Rusia en las elecciones presidenciales y las posibles conexiones entre ese país y colaboradores cercanos al candidato Trump. Lo que puso nervioso y de mal humor al mandatario.
En el mes de mayo, su director de Comunicaciones, Mike Dubke, renunció mientras su jefe andaba de gira por Europa y medio Oriente, la primera internacional. La salida de este funcionario se dio en medio de rumores de ajustes en el gabinete ante la necesidad de mejorar la estrategia de comunicación para enfrentar el escándalo generado por los presuntos lazos de colaboradores cercanos al presidente Trump con Rusia, que el Congreso y un fiscal especial investigan para determinar hasta dónde llegó la injerencia rusa en el proceso electoral de 2016.
Por su parte, el secretario de Justicia, Jeff Sessions, se metió en problemas con el Congreso, por declaraciones contradictorias formuladas ante el Comité de Inteligencia del Senado sobre sus reuniones con el embajador ruso. Por si esto no fuera suficiente, su decisión de retirarse de la investigación sobre la presunta injerencia rusa en la elección presidencial, molestó mucho mandatario, por lo que sus días en el gobierno están contados.
El embajador ruso en Washington, Serguei Kislyak, personaje central en estas investigaciones, ya fue retirado de su cargo por el presidente Putin.
Hace un par de semanas le tocó el turno al portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer, que renunció, según se dice, por no estar de acuerdo con el nombramiento que hiciera Trump del nuevo director de Comunicaciones, Anthony Scaramucci, un financiero que incursionaba por primera vez en el sector publico, sin más antecedentes en la relación con medios de comunicación que haber sido anfitrión en un programa de televisión sobre finanzas y con absoluta ausencia de sensibilidad política, según lo demostró durante en su fugaz estancia por la Casa Blanca.
Este acomodaticio personaje, que lo mismo había simpatizado y apoyado a demócratas como Barack Obama y Hillary Clinton, que a republicanos como Jeb Bush y ahora Donald Trump, habría sido contratado para descifrar una estrategia de comunicación que amortiguara el estilo impulsivo y desbordado de su jefe, sus ocurrencias e impertinencias; para lograr un discurso convincente sobre sus polémicas y contradictorias decisiones de gobierno, además para tratar de mejorar la pésima relación existente con los medios. Una verdadera misión imposible, aderezada por un ambiente enrarecido por el rusiagate.
No se le auguraba mucho futuro a este nuevo responsable de la comunicación de la Casa Blanca, pero su cese, después de sólo diez días en el cargo, sorprendió a propios y extraños y desveló el caos que se vive en la Casa Blanca. El buen entendimiento que suponía tendría con su jefe, el presidente Trump, por tener un perfil similar, dos hombres de negocios, vendedores de ilusiones, prepotentes y poco dados a la modestia, no fue suficiente para enfrentar los excesos de su arrogancia.
Pero independientemente de la torpeza del personaje cesado, el problema persiste, porque las estrategias de comunicación no son suficientes para resolver las fallas en la forma y el fondo de la comunicación presidencial. Habría que reconocer que, para tener éxito, además de una adecuada estrategia, se necesita un buen producto que comunicar y, ahí, es en donde está la falla.