Por Miguel Tirado Rasso
Recuerdo que cuando se planteó la reforma político electoral en 2014, tras un proceso electoral que, una vez más, había dejado insatisfechos a perdedores y preocupados a ganadores, unos y otros se sumaron para lograr que el congreso aprobara las modificaciones que los legisladores de los distintos partidos políticos habían acordado, en una complicada negociación que suponía una mejora notable. La realidad, sin embargo, nos mostró como resultado un masacote que ahora todos lamentamos y que resulta difícil entender, aplicar y respetar.
Y es que, finalmente en el toma y daca, lo que en el origen seguramente tenía una buena intención, en los debates y negociaciones, se fue transformando hasta llegar a los absurdos que ahora se hacen evidentes al poner en práctica lo que aquella reforma electoral, convertida en legislación vigente, ordena.
Resulta que con el ánimo de promover la democracia en los procesos internos para la selección de candidatos a cargos de elección popular de los partidos, se establecieron reglas de precampaña precisas que estarían planteando un suelo parejo para los competidores, por ejemplo en el caso de los aspirantes a las candidaturas presidenciales.
Hasta aquí, la propuesta resulta impecable, conveniente y recomendable, salvo por un pequeño detalle que no consideró el legislador, si era el caso de que hacia el interior de los partidos, la decisión fuera optar por un candidato de unidad, como sucedió en las tres coaliciones de partidos que ahora están en competencia por la silla del águila.
Entonces, hubo que ajustar la ley a la realidad. Cada uno de los tres principales partidos políticos, PRI, PAN y Morena, independientemente de la conveniencia de sumar aliados para fortalecer su posición política, postularon, a su estilo, a su candidato presidencial, sin que al interior de sus organizaciones políticas, con excepción en el caso del PAN y algo en el PRI, hubiera quién cuestionara la decisión del candidato de unidad.
En Morena, usted ya sabe quién, decidió fundar su partido para que nadie le disputara su derecho a auto imponer su candidatura presidencial. Y en este ejercicio poco democrático para la selección del designado, quienes cuestionaron y criticaron la falta de democracia en las designaciones en el PRI y en el PAN, uno al amparo de la tradición de las palabras mayores y el otro, en un juego de agandalle que rompió todas las reglas acostumbradas en su partido y acabó con cualquier competencia, como dice el refrán, vieron la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio.
Así que las tres etapas contempladas por la ley para los procesos electorales, pre campañas, inter campañas y campañas, en el imaginario de un escenario totalmente alejado a nuestra realidad política, han tenido que ser ajustadas a base de licencias y concesiones de la autoridad, dando lugar a una legislación electoral ficticia.
La etapa de precampaña que concluyó el pasado domingo 11, que estaba destinada a la promoción interna de precandidatos se aprovechó, flexibilizando la interpretación de la ley, indicando que los discursos de los aspirantes a lo largo y ancho del país, estaban dirigidos, exclusivamente, a la militancia de los partidos que los abanderaban. Todos los demás escuchas, debíamos hacer oídos sordos a sus mensajes. La realidad es que nos tuvimos que recetar millones de spots que no hubo manera de ignorar. Vaya ficción.
Ahora inicia una segunda etapa, denominada inter campaña o del silencio, en la que se supone que los, ahora ya candidatos, pueden hacer lo mismo que han hecho en estos últimos meses, innegablemente actos de campaña, con la única prohibición de no poder solicitar el voto en sus declaraciones, discursos o entrevistas. Otra ficción en la que seguramente todos incurrirán, en mayor o menor medida, en violaciones a la ley que la autoridad solapará.
Y a partir del 30 de marzo, en la etapa oficial de campaña, todos los candidatos podrán hacer, abiertamente, lo que ya han venido haciendo, sólo que, ahora, amparados por la ley. Esto es, mandar sus mensajes a todo el mundo y no sólo a la militancia de los partidos que los postulan y, por supuesto, solicitar el voto a los electores, como si una y otra cosa no fuera lo que estuvieron haciendo, a ciencia y paciencia de las autoridades electorales.
La conclusión es que la nueva legislación no logró reducir los tiempos de campaña ni regular las acciones proselitistas, que eran algunos de los propósitos, pues estaremos viviendo seis meses de actividad electoral, aunque dividida en etapas, con actos de campaña y, en algunos casos, actos muy anticipados de campaña.