Por Miguel Tirado Rasso
Las elecciones del primero de julio, por ser las más grandes de nuestra historial electoral, dado el número de cargos federales y locales a elegir, 18, 311, que incluyen desde la primera magistratura del país, la renovación del Congreso de la Unión (500 Diputados y 128 Senadores), gubernaturas (9), diputaciones locales (972), presidencias municipales (1,597), alcaldías (16), concejales (1,237), sindicaturas (1,665), regidurías (11,042) y juntas municipales (144) (fuente, INE), constituyen el mayor reto al que se ha enfrentado la autoridad electoral, responsable de su organización, instrumentación, supervisión y calificación.
Este número de puestos en juego implica que en 30 de las 32 entidades federales (Nayarit y Baja California son la excepción), habrá actividad electoral para elegir candidatos a alguno de los cargos estatales o municipales antes señalados, con los que los electores se identifican más por su cercanía.
Dependiendo los casos, los votantes habrán de recibir mínimo cuatro boletas, aunque en algunos estados podrán ser hasta seis, si la concurrencia electoral se da completa. Esto es, que además de los cargos federales para presidente, senadores y diputados, también haya elecciones para gobernador, diputados locales y presidentes municipales o alcaldías en la misma entidad, como es el caso de la capital del país.
Decidir por quién votar no es algo sencillo, en particular si no se conoce a los candidatos. Sucede que en los procesos electorales en los que se renueva la presidencia de la República, la atención se concentra en el proceso relacionado con esa elección, hasta casi ignorar los otros cargos que están juego y, en consecuencia, a los candidatos que aspiran a ellos. Se entiende que la relevancia del puesto opaque a los otros, pero cada uno en su dimensión tiene su peso y su importancia. No hay que olvidar que, en la lucha por el poder, todas las posiciones cuentan.
En esta gran ciudad, por ejemplo, nos tocará elegir, además de los cargos federales, ya citados, al Jefe o Jefa de Gobierno, a los diputados locales y, por primera vez, a los titulares de las 16 alcaldías en que se convirtieron las jefaturas delegacionales a partir de la reforma política que convirtió al Distrito Federal en la Ciudad de México.
Por lo pronto, sabemos por su activismo quienes son los aspirantes al gobierno de la capital del país, pero no tengo claro quiénes son los candidatos a la diputación local de mi distrito, ni a la alcaldía de mi domicilio y, para ser franco, tampoco identifico quiénes son los aspirantes al senado en esta demarcación (CDMX) ni a los candidatos a la diputación federal por mi distrito.
Esta situación no es excepcional, porque es una inquietud compartida y buscando una explicación al exceso de discreción de estos candidatos, surgen varias causas. Una, la falta de recursos que les impide contar con material propagandístico suficiente para distribuir en las zonas territoriales que les corresponden. Otra, las dificultades propias de esta metrópoli para recorrer sus calles y establecer contacto con sus habitantes. Una más, la comodidad, en algunos, que se confían en que el arrastre de su candidato presidencial es suficiente para garantizar el triunfo, por lo que no les preocupa fatigarse en campañas.
Pero hay también los casos en los que los candidatos preferirían pasar desapercibidos y no llamar la atención, al menos no mucho, ante el riesgo de que su pasado los condene, por deudas pendientes con los gobernados y actuaciones poco memorables, Y es que, con esto de la posibilidad del chapulineo y de la reelección, sorprende como algunos personajes con denuncias y señalamientos de malos manejos y pobres desempeños, logran volver a postularse sin que hayan rendido cuentas de su actuación.
Y como decíamos, si decidir por quién votar es difícil, desconociendo quiénes son los contendientes, el tema se vuelve más complicado, y ni que decir del voto razonado. Pareciera que algunos candidatos prefieren no dar la cara, como una estrategia para dejar que las siglas de su coalición o la popularidad de su candidato presidencial les resuelvan su proyecto político. Toca entonces a los electores tratar de recabar información sobre los aspirantes para emitir un voto responsable, razonado y diferenciado, porque además de todo, los votantes tendríamos que considerar qué tanto poder conviene otorgarle a quién gane la elección presidencial.
Ya vivimos los tiempos del partido único o casi, una necesidad, entonces, para lograr la pacificación y la estabilidad política del país. El PRI y sus raíces dominaron el escenario político, avasallando a una oposición que no le representaba mayor competencia. Habrían de pasar muchos años para que las fuerzas de oposición se fortalecieran y alcanzaran un nivel competitivo escalando posiciones políticas importantes, hasta lograr, finalmente, la alternancia en el poder presidencial.
Superada pues la etapa del carro completo, ahora vivimos una democracia con contrapesos, en la que las oposiciones aportan un sano equilibrio en el ejercicio de gobierno. Un equilibrio que obliga a escuchar y negociar con los distintos partidos que representan los intereses y la opinión de diversos sectores de la población, que dejaron de ser convidados de piedra para convertirse protagonistas políticos.
En esto debemos pensar al emitir nuestro voto y procurar diferenciarlo, porque lo menos que le conviene a México, es retroceder, 50 años, a los tiempos del sistema de un partido aplanadora con control de los tres poderes. Una etapa que ya vivimos y superamos.