Por Miguel Tirado Rasso
El domingo pasado, el PRI concluyó el proceso interno para elegir a su nueva dirigencia para el período 2019-2023, sin novedad ni sorpresas. Porque el tricolor, genio y figura, volvió a las andadas con una elección cuestionada y cuestionable, aunque ahora haya tratado de cubrirla con el manto democrático de una elección abierta a la militancia con voto libre, secreto y directo.
Y es que, a sus 90 años, y sin consideración a la difícil circunstancia en la que se encuentra, en el partido las resistencias a incursionar en un juego auténticamente democrático, persisten, ante el riesgo de que la militancia se incline por un candidato que no sea bien visto por quienes mueven la cuna en esta organización. Son muchos años de vivir entre la disciplina partidaria y la práctica de la línea. Así que, para mayor seguridad, se optó, una vez más, por asegurar el resultado, aunque todavía no se sabe a qué costo.
A diferencia de cuando perdió, en 2000, la presidencia de la República, dando lugar a la primera alternancia democrática tras más de 70 años de hegemonía priista, ahora quedó relegado a una muy débil tercera fuerza política, sin que, para su mala fortuna, parezca que ya tocó fondo, porque lo poco que le queda siempre puede serle útil al presidente López Obrador para enriquecer a Morena y, la seducción del poder, en tiempos de crisis, siempre será una gran tentación para quienes viven en y de la política. O al menos, para aquellos cuya convicción ideológica no es precisamente muy sólida.
En 2000, el PRI gobernaba en 19 estados. En el Congreso, sus bancadas no eran pequeñas. En el Senado, contaba con 51 escaños y en la Cámara de Diputados, con 208 curules. Actualmente, el tricolor gobierna en 12 entidades, el menor número en su historia y, mientras al inicio del nuevo milenio, 1034 municipios operaban bajos sus colores, ahora sólo es gobierno en 570. Y en el Congreso, los números son deprimentes para quien por muchas décadas gozó de una mayoría aplastante en el Poder Legislativo. Con 14 senadores (9 por ciento) y 47 diputados (10 por ciento), el otrora partidazo, ahora casi ni es para tomar en cuenta. Pero quizás su mayor tragedia es la falta de un liderazgo que le de unidad, confianza y rumbo al partido. Sobre el que no haya duda de su compromiso para levantarlo y convertirlo en una oposición con sentido, propuestas y programas.
Porque tras su debacle electoral, con la presidencia de la República también perdió el rumbo y su ubicación en el escenario político nacional. Acostumbrado al poder presidencial, no le ha sido fácil verse convertido en una oposición casi sin fichas de negociación, aunque las que tiene, bien podría hacerlas valer más. Por alguna razón, tanto sus bancadas parlamentarias como su dirigencia han sido prudentes en exceso a la hora de manifestar su posición sobre programas desarrollados por la administración pasada, que el gobierno actual critica, desaprueba y elimina, sin mayor miramiento, como si hubiera temor en contrariar la voluntad del Ejecutivo. Esto los ha llevado a votar a favor de cambios legislativos sobre reformas que el gobierno pasado presentó como sus mayores logros, cuando la congruencia recomendaba votar en contra o, al menos, no votar, abstenerse, para no sumarse al linchamiento del pasado.
En lo que va del actual gobierno, 9 meses más los 5 meses del período de transición en los que prácticamente la administración del presidente Enrique Peña Nieto se desvaneció, el PRI ha evitado cualquier enfrentamiento o discusión con el presidente López Obrador, a costa, inclusive, de ser omiso en la defensa de sectores, antes protegidos por el tricolor, afectados ahora por disposiciones del gobierno de Morena.
Buenas noticias para el tricolor en su proceso de elección interna: una jornada sin mayores incidentes, en la que se instalaron prácticamente la totalidad de las casillas programadas, 6,140 de 6,150, y una participación de votantes nada desdeñable, más de un millón de votos emitidos, sobre un padrón de 6.7 millones de afiliados. Las no tan buenas son las irregularidades denunciadas: un padrón rasurado, urnas embarazadas, acarreo de votantes, compra de votos, casillas zapato y un final al viejo estilo priista en la que el candidato ganador monopolizó la votación con más del 80 por ciento de los votos a su favor.
Con el triunfo del gobernador con licencia de Campeche, Alejandro Moreno, Alito (cuya decisión de abandonar el cargo de gobernador de un estado sin graves problemas, casi a la mitad de su gestión y con un futuro prominente por las inversiones anunciadas por el gobierno actual, para irse a presidir un partido en el peor momento de su historia, con más pasado que futuro, todavía es una incógnita), el PRI inicia, por necesidad y circunstancias, una nueva etapa que lo obliga a un activismo político intenso, si quiere sobrevivir.
Esto significa convertir al tricolor en una oposición inteligente, responsable, participativa y propositiva; que proponga soluciones a los problemas económicos y sociales que afectan al país; que apoye las acciones del gobierno que sean benéficas para la Nación y que critique y luche contra las que considere un riesgo. Despertar al PRI de su letargo, pues, y posicionarlo como una opción política real. Porque de otra manera, este partido se perderá en su tragedia.